FUENTE: Grup Antimilitarista Tortuga - Martes, 14 de junio de 2016
Este miembro de Tortuga argumenta contra la sentencia que le impone una multa por haberse declarado objetor electoral.
Bueno…, aprovecho y saludo de nuevo a todo el mundo. A este paso me vais a aborrecer, pero la administración me impele a seguir escribiendo.
Como ya os he comentado otras veces, hace ya casi cinco años, por allá por noviembre de 2011, me llamaron para formar parte de una mesa electoral. Me negué a hacerlo.
¿Mis motivos? Pienso que el parlamentarismo y el capitalismo son incompatibles con la democracia: el primero porque no permite que las personas participen directamente en la toma de decisiones de los asuntos que les afectan; el segundo porque genera una desigualdad económica incompatible con la igualdad social.
Atendiendo a todo esto, me parecía que lo más coherente era declararme objetor de conciencia al sistema electoral. Y así lo hice.
Y bueno…, ya he sido juzgado por algo que desde el último gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se considera delito. Hasta entonces rechazar el cargo de vocal o presidente de una mesa sin alegar un motivo admitido por la junta electoral de zona era una simple falta.
Ahora declararse objetor al sistema electoral es un delito porque, claro está, la mal llamada administración de justicia no acostumbra a atender a las razones de la conciencia. Tanto es así que en cinco años de proceso, si exceptuamos alguna pregunta formulada desde el ministerio fiscal, el estado no ha mostrado ningún interés por juzgar el valor de la libertad ideológica.
La sentencia me condena a hacerme cargo de las costas del juicio y de una multa de 360 euros (tres meses a razón de cuatro euros diarios). Por supuesto, si no pago podría acabar en la cárcel.
Poco razonada queda esta decisión en un documento que debe recurrir a la jurisprudencia para encontrar algún sostén. En los casos mencionados se leen argumentos como que el hecho de participar en una mesa electoral es un acto políticamente neutral o que no entra en contradicción con la libertad ideológica.
Ninguno de ellos soporta una mínima crítica. No existe la neutralidad política: construimos o destruimos sociedad con cada uno de nuestros actos. Cuando compramos el pan, cuando ignoramos al pobre, cuando cuidamos a nuestros hijos, cuando nos tomamos una cerveza en un bar…, en todos esos momentos, queramos o no, hacemos política. Nadie toma postura ante el mundo solo cuando deposita un voto. Del mismo modo, nadie lo hace solo cuando se niega a participar en las elecciones, pero —qué duda cabe— decidir si colaborar o no en «la fiesta de la democracia» es un acto político y, para nada, neutral. Argumentar lo contrario solo es una prueba de la estrechez de miras de quien antes que pensar prefiere asumir los valores del poder.
¿Y qué decir sobre la libertad ideológica? Para decidir si un acto está amparado por ella o es un capricho, ¿no habrá que argumentar, escuchar y contrargumentar? ¿O al poder le basta, en este caso sí, con decidirlo caprichosamente? Y, ¿no recoge el artículo 16 de la Constitución lo siguiente?:
«Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.»
Evidentemente, si la arbitrariedad de un juez decide qué es libertad ideológica y qué no, poco importa qué límites establezca para esta la ley.
En cualquier caso, no os cuento nada nuevo: que la Constitución es un canon ideado para ser conocido pero no respetado no se le escapa a nadie. Y si no que se lo digan a quienes no tienen techo.
A finales del siglo XVIII pensadores conservadores como Burke o Novalis argumentaban que era imposible construir una sociedad que tuviera como fundamento la razón de los individuos; por lo tanto, rechazaban los sistemas constitucionales y defendían la organización que, por ese entonces, se podía considerar tradicional.
Esta postura, aunque sea inconscientemente, homenajea a cualquier tentativa de las que ahora llamaríamos democratizadoras: reconoce su dificultad y decide no andar su camino en vano.
Sin embargo, la historia del régimen parlamentario es bien distinta. Durante siglos, los regímenes herederos de las revoluciones liberales no han hecho nada más que perfeccionar un decorado que oculta la realidad. Como si la felicidad se demostrara usando máscaras carnavalescas y festivas, los actuales sistemas políticos occidentales se disfrazan de democracia —y lejos de homenajearla, la insultan— con sus instituciones y sus votaciones.
Poco reconfortante resulta comunicarse con un sistema así. Por ello dudo si recurrir esta sentencia o no. Por una parte, considero que la conversación (para mí no es otra cosa) que mantengo con la administración aún no ha terminado; por otra, no sé si seguir con todo esto sería legitimar, en cierto modo, a un sistema que no busca convencer, sino vencer. No sé aún qué haré.
Y sobre la multa…, ¿qué puedo decir? No reconozco ninguna legitimidad moral a esta condena, pero no huyo de nadie. Yo me limitaré a seguir mi vida con normalidad y supongo que el estado sabrá qué debe hacer.
Pero bueno…, estoy satisfecho de haber dado estos cuatro pasitos en el camino de la desobediencia. Sobre todo porque comparto viaje con gente que reconoce las dificultades y las limitaciones que nos impone la razón, pero que no se rinde. A diferencia de Burke y de los teóricos del actual parlamentarismo, esta gente cree en la libertad y avanza sin trampas.
Adrián Vaíllo